Respuesta :
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Un rey argelino llamado Bauakas quiso averiguar si era cierto o no, como le habían dicho, que en
una de sus ciudades vivía un juez justo que podía discernir la verdad en el acto, y que ningún pillo
había podido engañarle nunca. Bauakas cambió su ropa por la de un mercader y fue a caballo a la
ciudad donde vivía el juez.
A la entrada de la ciudad, un lisiado se acercó al rey y le pidió limosna. Bauakas le dio dinero e
iba a seguir su camino, pero el tullido se aferró a su ropaje.
— ¿Qué deseas? -preguntó el rey- ¿No te he dado dinero?
— Me diste una limosna -dijo el lisiado- ahora hazme un favor. Déjame montar contigo hasta la
plaza principal, ya que de otro modo los caballos y camellos pueden pisotearme.
Bauakas sentó al lisiado detrás de él sobre el caballo y lo llevó hasta la plaza. Allí detuvo su
caballo, pero el lisiado no quiso bajarse.
— Hemos llegado a la plaza, ¿por qué no te bajas? -preguntó Bauakas.
— ¿Por qué tengo que hacerlo? -contestó el mendigo-. Este caballo es mío. Si no quieres
devolvérmelo, tendremos que ir a juicio.
Al oír su disputa, la gente se arremolinó alrededor de ellos gritando:
— ¡Id al juez! ¡Él juzgará!
Bauakas y el lisiado fueron al juez. Había más gente ante el tribunal y el juez llamaba a cada uno
por turno. Antes de llegar a Bauakas y al lisiado, escuchó a un estudiante y a un campesino.
Habían ido al tribunal a causa de una mujer: el campesino decía que era su esposa y el estudiante
decía que era la suya. El juez escuchó a los dos, permaneció en silencio durante un momento, y
luego dijo:
— Dejad a la mujer aquí conmigo y volved mañana.
Cuando se hubieron ido, un carnicero y un mercader de aceite se presentaron ante el juez. El
carnicero estaba manchado de sangre y el mercader de aceite. El carnicero llevaba unas monedas
en la mano y el mercader de aceite se agarraba a la mano del carnicero.
— Estaba comprando aceite a este hombre -dijo el carnicero- y, cuando cogí mi bolsa para
pagarle, me cogió la mano e intentó quitarme todo el dinero. Por eso hemos venido ante ti; yo
sujetando mi bolsa y él sujetando mi mano. Pero el dinero es mío y él es un ladrón.
A continuación habló el mercader de aceite:
— Eso no es verdad -dijo-. El carnicero vino a comprarme aceite y después de llenarle un jarro,
me pidió que le cambiara una pieza de oro. Cuando saqué mi dinero y lo puse en el mostrador, él
lo cogió e intentó huir. Lo agarré de la mano, como ves y lo he traído ante ti.
El juez permaneció en silencio durante un momento, luego dijo
— Dejad el dinero aquí conmigo y volved mañana.
Cuando llegó su turno, Bauakas contó lo que había sucedido. El juez lo escuchó y después pidió al
mendigo que hablara.
— Todo lo que ha dicho es falso -dijo el mendigo-. Él estaba sentado en el suelo y yo iba a
caballo por la ciudad, cuando me pidió que lo llevase. Lo monté en mi caballo y lo llevé a donde
quería ir. Pero, cuando llegamos allí, no quiso bajarse y dijo que el caballo era suyo, lo cual no es
cierto.
El juez pensó un momento, luego dijo:
— Dejad el caballo conmigo y volved mañana.
Al día siguiente, fue mucha gente al tribunal a escuchar las sentencias del juez.
Primero vinieron el estudiante y el campesino.
— Toma tu esposa -dijo el juez al estudiante- y el campesino recibirá cincuenta latigazos.
El estudiante tomó a su mujer y el campesino recibió su castigo.
Después, el juez llamó al carnicero.
— El dinero es tuyo -le dijo. Y señalando al mercader de aceite, dijo:
— Dadle cincuenta latigazos.
A continuación llamó a Bauakas y al lisiado.
— ¿Reconocerías tu caballo entre otros veinte? -preguntó a Bauakas.
— Sí -respondió.
— ¿Y tú? -preguntó al mendigo.
— También -dijo el lisiado.
— Ven conmigo -dijo el juez a Bauakas.
Fueron al establo. Bauakas señaló inmediatamente a su caballo entre los otros veinte. Luego el
juez llamó al lisiado al establo y le dijo que señalara el caballo. El mendigo también reconoció el
caballo y lo señaló. El juez volvió a su asiento.
— Coge el caballo, es tuyo -dijo a Bauakas- Dad al mendigo cincuenta latigazos.
Cuando el juez salió del tribunal y se fue a su casa, Bauakas le siguió.
— ¿Qué quieres? -le preguntó el juez-. ¿No estás satisfecho con mi sentencia?
— Estoy satisfecho -dijo Bauakas-. Pero me gustaría saber cómo supiste que la mujer era del
estudiante, el dinero del carnicero y que el caballo era mío y no del mendigo.
— De este modo averigüé lo de la mujer: por la mañana la mandé llamar y le dije: «¡Por favor,
llena mi tintero!» Ella cogió el tintero, lo lavó rápida y hábilmente y lo llenó de tinta; por lo tanto,
era una tarea a la que ella estaba acostumbrada. Si hubiera sido la mujer del campesino, no