Respuesta :
Respuesta:
ExplicaciĂłn:
HabĂa una vez un cangrejito nuevo que estaba haciendo un hueco profundo en la tierra, cuando, sin más ni más, vino una paloma torcaza a darle conversaciĂłn.
—¡Bonito que te está quedando el pozo ese! —dijo la paloma, y el cangrejo, levantando los tarritos de sus ojos, la miró tranquilo y respondió:
—No se trata de un pozo, estoy haciendo mi casa.
—¡Cómo! —exclamó asombrada la paloma—. ¿Ese oscuro agujero es tu casa?
—Pues… sĂ, mi casa.
—¿Cómo se entiende ese disparate, muchacho?
—¡Ah!, ¿qué no?
—¿Pero te parece poco llamarle casa a un agujero en la tierra? Escucha: si puedes vivir en la rama de un árbol ¿cómo vas a habitar en el fondo de un pozo oscuro?
—Señora —dijo dignamente el cangrejito—, ¿se olvida usted de que está hablando con un crustáceo? No soy una paloma, señora.
—¿Pero eso qué importa si eres “cangrejo con voluntad”?
—Un “cangrejo con voluntad” —se dijo el cangrejito, levantando directamente al cielo los tarritos de sus ojos. ÂżSerĂa posible eso? Mas, enseguida contuvo su entusiasmo.
—¿Cómo vas a pasarte la vida bajo tierra?
—Pero es que toda mi familia lo ha hecho siempre asĂ.
—Ya me imagino a toda tu familia; es decir, por uno que empezó una vez, todos los demás han seguido haciendo lo mismo. ¿Y es que en tu familia no hay aspiraciones?
—Bueno, hay cangrejos… aspiraciones, que yo sepa, no.
—Bien —dijo la paloma— entonces tú vas a ser el primero de los tuyos que viva en un árbol.
—¡Cómo! ¿Yo vivir en un árbol?
—Tú, el primero de todos.
—¡Pero mire, señora Paloma, que mi abuelo me mandó esta mañana a que hiciera mi cueva, diciéndome que ya es hora de fabricarla como hacen los demás!
—Pero, muchacho, contesta una cosa: ¿qué casa estás fabricando?
—La mĂa, señora, Âżcuál otra?
—Ninguna, porque ¿cuándo tú has visto una casa sin puertas ni ventanas?
—Bueno… no; verdad que no la he visto.
—Entonces ¿dónde vas a hacer allá abajo una ventana y qué fresco y qué luz van a entrar por ella?
—Tiene razón.
—Y hasta suponiendo que hubiera una ventana sin fresco y sin luz, ÂżquĂ© pajarito se pondrĂa a cantar en ella cuando llegue el verano?
—No, ninguno.
—Entonces está claro; hazte una casa en el aire, muchacho.
—Pero… ¿en el aire?
—Quiero decir en la rama de un árbol, de un pino, de un júcaro, de un dagae, en el polo del monte que más te guste.
—¡Un nido!
—Eso, un nido fresco que lo meza el viento. De dĂa cerca del Sol, de noche cerca de las estrellas.
—¡Ah! ¡quĂ© bueno serĂa! En el fondo, los cangrejos todos queremos llegar a las estrellas —más, enseguida se entristeció—: ¡pero es que soy solamente un cangrejo!.
—¡Déjate de historias! ¡Tú eres lo que tú quieras ser! ¡Sé, pues, un crustáceo con voluntad!
Y como si estuviera cansada de hablar, la paloma torcaza batiĂł sus alas y saliĂł volando por encima del joven cangrejo, quien con los tarritos de sus ojos la siguiĂł mirando hasta que se perdiĂł con el viento.
Mas, ya el cangrejito no podĂa seguir haciendo su cueva en la tierra. AsĂ que aquella misma tarde, despuĂ©s de que se lavĂł las tenazas en el rĂo, fue directo a ver a su abuelo.
—Abuelo, quiero fabricar mi casa fuera de la tierra.
—¡Cómo! —exclamó el abuelo, cayéndosele la comida de la boca.
—SĂ. Voy a hacerlo si es posible en el copito de un caguairán.
—¡Hijo mĂo! —dijo entonces mirándolo muy preocupado—, tienes que tener cuidado con las hierbas que comes. A ver, ÂżquĂ© has comido, hijo mĂo?
—Palmiche, abuelo, pero hablé con la paloma torcaza…
—¿Con esa loca?
—Me ha dicho que es un disparate vivir bajo tierra como una lombriz.
—Será, pero ten en cuenta que tú no eres más que un cangrejo, muchacho.
—Un cangrejo que acaso un dĂa pueda vivir cerca de las estrellas.
—Pero, ¿qué diablos de casa es esa?
—Un nido, abuelo, un nido.
—¿Nido? ¿Y dónde están tus alas, muchacho?
—Pues, quién sabe con el tiempo si…
Mas esta vez el abuelo no lo dejĂł terminar.
—¡Muchacho! —tronó—, mientras tú seas cangrejo no hay ala que te salga ni pluma que te cuelgue. Cangrejo naciste y cangrejo terminarás.
Pero el nieto estaba dispuesto a trabajar de todas maneras. AsĂ que se fue solo al monte y escogiĂł el caguairán que le pareciĂł más alto y frondoso de todos. Era un trabajo difĂcil el que se habĂa propuesto. TendrĂa que subir y bajar el árbol cuantas veces fuera necesario para construir allá arriba su nido. Mas, empezĂł sin miedo, echándose a las espaldas los palitos secos y las bolsas de resina y todo lo que necesitaba para su trabajo. SubĂa y bajaba clavando sus patas espinadas en el tronco, y lo hizo tantas veces que formĂł un trillito de puntos en la corteza del caguairán. Y no solo era el trabajo que pasaba y el peligro que corrĂa sino las cosas que le decĂan los otros animalitos del suelo, los que no vuelan.
—¡Loco, loco de a viaje está! —decĂa la jicotera encaramada en su piedra del rĂo—, ¡Y se revienta un dĂa de estos! ¡Vivir para ver!
Pero Ă©l ni siquiera contestaba. SubĂa y bajaba lento, incansable, llevando su carga. A veces sucedĂa tambiĂ©n que a mitad de camino, ya no podĂa más y rodaba la carga. Entonces, firme, sin ceder, bajaba hasta el suelo,